Cuando el río suena, agua lleva… O, al menos, eso dice el dicho.
Lo cierto es que hace meses que vengo leyendo y escuchando opiniones elogiosas sobre Kentukis, la última novela de Samanta Schweblin (Literatura Random House, 2018), y lo que al principio solo despertó mi curiosidad, terminó haciéndome intuir un posible descubrimiento.
Para explicar el motivo, debo remitirme al artículo que publiqué a principios del año pasado en la revista SuperSonic y que, gracias a Cristina Jurado, compartí en este blog a mediados de diciembre.
El artículo se titula «Distopías para el siglo XXI» y en él repasé algunos de sus enfoques contemporáneos…, partiendo de la base de que, a mi entender, la distopía es el subgénero político por antonomasia dentro de la ciencia ficción (a veces me pregunto si no lo es también dentro de la literatura en general) y muchas de las lógicas de nuestras sociedades contemporáneas son distintas de las del siglo pasado.
El artículo concluía (lamento hacer el spoiler) reconociendo que, en la actualidad, el medio que ha logrado expresar de un modo más convincente los nuevos desafíos sociales es el audiovisual. Y como ejemplo puse a Black Mirror.

Las lecciones de Black Mirror
En mi opinión, si la serie de Charlie Brooker ha logrado reflejar esos peligros latentes —tan escurridizos al intentar abordarlos desde otros medios— ha sido gracias a tres características fácilmente reconocibles.
Para evitarte leer el artículo, las citaré a continuación:
«En primer lugar, las historias de Brooker no se centran en la tecnología y su estética (aunque las desarrollen), sino en los cambios sociales que esa tecnología provoca. Lo importante es su repercusión en la vida (privada o pública) de sus personajes.
En segundo término, sus protagonistas siempre están «integrados». Incluso si son víctimas o están siendo castigados por el sistema, pertenecen al sistema. Lo ven (y nos lo muestran) desde dentro, recuperando la esencia de las distopías clásicas.
Y, por último, sus historias subrayan la interconexión. No solo las interconexiones entre episodios (creando un universo cerrado), sino la estructura en red de nuestra sociedad contemporánea. En la mayoría de sus guiones, elementos secundarios —conectados con la historia principal a través de la tecnología— determinan el desenlace… Lo cual es plenamente coherente con las sinergias de nuestra sociedad».
Estas tres características no suelen estar presentes en la literatura distópica contemporánea… y eso, precisamente, era lo que intuí que podría encontrar en Kentukis, de Samanta Schweblin.
Dicho de otra forma: esperaba encontrar una traslación literaria de las innovaciones conceptuales desarrolladas en la serie. Y lo primero que debo decir es que la encontré.
Sin embargo, lo que no esperaba, lo que realmente me sorprendió, es que Schweblin diera un paso más y agregara otro elemento, a los propuestos por Brooker, para la creación de distopías literarias en el siglo XXI.
El quid de la cuestión
A decir verdad, la razón por la que algo intuía fue la lucidez con la que Schweblin expuso —en la entrevista que le realizó Óscar López para Página 2— una suerte de «ruido», de incoherencia detectable entre el estado de la tecnología y su enfoque literario:
«Hay algo en la literatura que me llama mucho la atención con este tema; y es que vivimos en un mundo hiperconectado —desde la soledad, pero hiperconectados— y vivimos eso de una manera muy naturalizada. (…) Pero después, cuando esa tecnología la llevamos al papel, a la literatura, la catalogamos como ciencia ficción, o literatura futurista… o de anticipación. Y me resulta muy fascinante este “ruido” que hay: es como si la tecnología la pudiéramos asimilar muy fácilmente, pero todavía no tuviéramos el tiempo para pensarla».
Vale la pena detenerse un instante a reflexionar sobre esto. En las últimas décadas, las tecnologías han transformado nuestra vida de un modo tan radical que para adaptarnos a ellas —para ponerlas a nuestro servicio— hemos tenido que resignarnos a asumir su parte práctica, a emplear las herramientas que nos brindan, desvinculándolas del marco tecnológico, conceptual e incluso ideológico que las hace posibles. Es por eso que nos resulta más fácil (más «natural») interactuar con la tecnología que reformular nuestro imaginario respecto a la tecnología.
El problema es que, al no haber recalibrado nuestro concepto de realidad, muchos de los elementos esenciales para entender el presente quedan fuera de nuestro alcance. A nivel literario, esto genera un doble desfase.
Por una parte, relega a la ciencia ficción a un papel secundario cuando, en la actualidad, sus herramientas son esenciales tanto para ponernos en contexto como para vislumbrar hacia dónde nos dirigimos. Como plantea Yuval Noah Harari en su ensayo 21 lecciones para el siglo XXI:
«En el siglo XXI puede asegurarse que la ciencia ficción es el género más importante de todos porque da forma a cómo entiende la mayoría de la gente asuntos como la I.A., la bioingeniería y el cambio climático. Sin duda necesitamos buena ciencia, pero desde una perspectiva política, una buena película de ciencia ficción [yo agregaría: y un buen relato, y una buena novela] vale mucho más que un artículo en Science o Nature».
Por otra parte, la incapacidad de asumir la tecnología —no las aplicaciones, no los dispositivos, sino el concepto mismo de tecnología— como parte esencial de nuestra vida cotidiana, hace que la imaginemos de un modo grandilocuente, que solo la asociemos a relatos catastrofistas o disruptivos y no a los dramas y victorias íntimas en los que nos movemos a diario.

Distopía de andar por casa
Porque el gran descubrimiento estilístico de Kentukis es precisamente ese. Y no es un acierto casual, sino un enfoque calculado, tal como Schweblin revela a través de un personaje:
«¿De qué se trataba esa estúpida idea de los kentukis? ¿Qué hacía toda esa gente circulando por pisos de casas ajenas, mirando cómo la otra mitad de la humanidad se cepillaba los dientes? ¿Por qué esta historia no se trataba de otra cosa? ¿Por qué nadie confabulaba con los kentukis tramas realmente brutales? ¿Por qué nadie metía un kentuki cargado de explosivos en una desbordada estación central y hacía volar todo en pedazos? ¿Por qué ningún usuario de kentuki chantajeaba a un operador aéreo y lo obligaba a inmolar cinco aviones en Frankfurt a cambio de la vida de su hija? ¿Por qué ni un solo usuario de los miles que circularían en ese momento sobre papeles realmente importantes tomaba nota de un dato de peso y quebraba la bolsa de Wall Street, o se metía en el software de algún circuito y hacía caer a una misma hora todos los ascensores de una decena de rascacielos? ¿Por qué ni una sola mísera mañana amanecían muertos un millón de consumidores por una sola decena de litros de litio volcados en una fábrica brasileña de lácteos? ¿Por qué las historias eran tan pequeñas, tan minuciosamente íntimas, mezquinas y previsibles…, tan desesperadamente humanas?»
Porque precisamente de eso se trata. De asumir que la disrupción tecnológica forma parte de nuestra vida cotidiana; que nuestras historias «minuciosamente íntimas» están siendo permeadas por tecnologías que, hace unos años, solo existían en la ciencia ficción.
Y lo que es más importante: que la tendencia distópica de dichas tecnologías no es grandilocuente; que, en las sociedades del siglo XXI, las modificaciones en nuestra conducta y nuestros derechos no se instituyen a través de revoluciones, sino de cambios graduales. De pequeñas concesiones, de sutiles virajes de enfoque.
Es la estrategia de la rana escaldada.
Estructura reticular
Es desde esta perspectiva intimista que debemos buscar, ahora sí, las características que hemos visto en Black Mirror.
Empezaré por la tercera —la estructura en red propia de las sociedades contemporáneas— porque es un claro ejemplo de la traslación al lenguaje literario que comentaba al principio.
Si en la serie la estructura reticular se subraya a través de la inclusión —en segundo plano— de elementos pertenecientes a otros capítulos; en Kentukis se hace a través del empleo de frases comunes (como el informe del tiempo de conexión, al cierre de muchas historias) y de una herramienta estilística típica de la ciencia ficción: el fix-up.
Pero el fix-up propuesto por Schweblin es muy particular.
En la práctica, Kentukis es una colección de novelas cortas y relatos que analizan los cambios sociales debidos a la irrupción de un dispositivo tecnológico. Al margen de eso, no se perciben vínculos directos entre las historias.
Sin embargo, la autora divide las novelas cortas en capítulos —de una extensión similar a la de los relatos— y los dispersa a lo largo del libro, lo que hace que el lector tenga la sensación de desplazarse entre los nodos de una red. Es la estructura y no las historias la que le brinda a Kentukis su entidad de novela; y ese vínculo, más sugerido que real, reproduce muy bien las sinergias de nuestra sociedad en red.

Distancia de seguridad
La segunda característica presente en Black Mirror es que sus protagonistas siempre están «integrados». Y en este sentido, Schweblin lleva las cosas un poco más lejos.
El tipo de tecnologías presentes en Black Mirror son a un tiempo verosímiles y revulsivas (y conste que he dicho «revulsivas», no «repulsivas»). El objetivo de Brooker es generar una reacción brusca en el espectador; no necesariamente de rechazo, pero sí de desconcierto.
Esa reacción dificulta —hasta cierto punto— la empatía del espectador con los personajes de la serie: los vemos como seres distintos a nosotros… o, al menos, como habitantes de una sociedad que no es exactamente la nuestra.
Esa breve distancia de seguridad nos permite observar con cierta extrañeza la integración de los personajes en su contexto: el hecho de que no se cuestionen las «reglas» que le han sido impuestas por las nuevas tecnologías. En otras palabras: nos permite contemplar su pertenencia al sistema como algo ajeno a nosotros.
El intimismo costumbrista de Kentukis elimina esa distancia de seguridad. No tenemos más remedio que identificarnos con los personajes de Schweblin porque la sociedad que habitan es la nuestra y porque la tecnología que nos propone —siendo disruptiva— nos resulta verosímil.
Este cambio de enfoque revela un hecho aterrador: sus personajes no se cuestionan si están o no «integrados»; forman parte de la sociedad y por lo tanto están integrados.
Y a nosotros nos ocurre lo mismo.
¿O acaso no hemos introducido en nuestras vidas una serie de herramientas tecnológicas en las que ni siquiera nos hemos detenido a pensar?
Si la historia se desarrollara en una sociedad totalitaria, con hologramas y patrullas voladoras, no dudaríamos en tildarla de «distópica»… Pero Kentukis nos demuestra que el hecho de que se desarrolle en nuestra sociedad no reduce en lo más mínimo esa esencia distópica. Más bien al contrario, la vuelve más poderosa: porque al eliminar el componente estético de la tecnología, la novela se centra en la repercusión que esta tiene en sus usuarios.
Lo que nos conduce a la primera característica que habíamos visto en Black Mirror.
Kentukis
Pero antes de analizar ese tema debo hacer dos cosas.
En primer lugar, debo señalar un detalle —para nada casual— que a mi entender refuerza el vínculo de Black Mirror con la obra de Schweblin.
El relato que abre Kentukis puede leerse como una reinterpretación —un destilado— del tema propuesto por Brooker en «Shut Up and Dance». No diré más para no caer en spoilers, pero lo cierto es que Schweblin consigue, en un par de páginas, generarnos el mismo desasosiego que aquel episodio.
Lo segundo que debo hacer es explicar brevemente en qué consiste la tecnología propuesta por la autora: los «kentukis» que dan título a la novela.
Y dado que todos los artículos que hablan del libro ya lo han hecho, prefiero transcribir la excelente descripción de Cristina Anguita en su blog Devoradora de libros… Un blog que sin duda te recomiendo.
«Tiene apariencia de peluche (conejo, cuervo o lo que se tercie, al gusto del consumidor), pero lleva una cámara dentro, interactúa y se mueve. Este artilugio llamado kentuki permite jugar a dos bandas: por un lado, alguien compra el aparato, lo instala en su casa, se deja acompañar (vamos a decirlo así) por el animalito; por el otro, otra persona, de cualquier país del mundo, adquiere la otra parte del kentuki, a saber, el panel de control, el ojo que todo lo ve, o, mejor, el ojo que ve hasta donde el otro le deja. Uno elige observar y el otro ser observado. (…) El kentuki, aunque nazca de la imaginación de Samanta Schweblin, no parece un invento descabellado. La distopía concibe un futuro hipotético, pero esta no dista tanto de la realidad del siglo XXI».
Y aun recalca otro elemento esencial en su tecnología:
«El azar es un factor clave en el funcionamiento del kentuki: ni quien compra el mando elige a quién observará, ni quien adquiere el peluche conoce la identidad de su espía».
A Schweblin le bastan estas herramientas, estas «reglas de juego», para indagar en nuestra sociedad y sus vínculos con la tecnología.

La condición humana
Resulta imposible hablar de las repercusiones que generan los kentukis en la vida de sus usuarios sin destriparte las historias, pero sí puedo describirte los temas que se abordan en los relatos. Unos temas que, como verás, no nos son ajenos.
Por medio de sus personajes y su relación con los kentukis, Schweblin aborda, por ejemplo, nuestro vínculo con la realidad: hasta qué punto somos capaces de asumir una vida virtual y cómo la vida real, la inmediata, termina echándosenos encima. O los riesgos del anonimato y la deshumanización debidos a la intermediación tecnológica. O la inconsciencia con la que brindamos acceso a nuestra vida privada. O los evidentes vacíos legales que supone toda tecnología emergente. O los vínculos y prioridades que solemos desarrollar entre las relaciones tecnológicas —a distancia— y las personales —más próximas…
Y al margen de su lucidez a la hora de definir sus temas, lo más relevante del libro es el modo en que los enfoca. El realismo con el que expone los peligros y oportunidades de las nuevas tecnologías nos recuerda que ya están aquí, que hace años que convivimos con ellas; que los reequilibrios sociales debidos a su irrupción ya se están produciendo, y que si no somos conscientes de que formamos parte de ellos —si no «pensamos» en la tecnología, además de emplearla— terminaremos integrando una sociedad diseñada por otros.
Abriendo camino
Al final de mi artículo sobre las distopías comenté que vivimos tiempos inciertos, ese tipo de encrucijadas históricas (tan atractivas como aterradoras) en las que todo puede cambiar en poco tiempo y que, precisamente por eso, las distopías son ahora más necesarias que nunca: porque al crearlas —al preverlas— hasta cierto punto las estaremos evitando.
Kentukis nos muestra que no es necesario proyectar nuestra tecnología para exponer sus amenazas y virtudes. Que, de hecho, existe una suerte de desfase temporal entre nuestra realidad tecnológica y nuestra realidad social que hace que nuestro futuro —eso que concebimos como «futuro»— ya esté presente.
Teniendo esto en mente, quizás el camino a seguir —tras los pasos de Schweblin— sea ese análisis concienzudo de nuestra realidad tecnológica. La creación de historias que nos ayuden a reflexionar. Porque, en última instancia, solo una sociedad capaz de reflexionar sobre las tecnologías en las que se basa será capaz de influir en la realidad que generen.

NOTA:La foto de cabecera pertenece a Erik Mclean y ha sido publicada en Unsplash.
Acabo de caer aquí y me parece que tu web es de una calidad exquisita, y tu reflexión está al mismo nivel. WOW! Gracias por este artículo y este lugar tan bonito.
Hola, Clara. Muchas gracias por tus palabras. Espero que sigas disfrutando del blog. Te comento que muchas de las entradas están disponibles, también, en versión podcast; por si prefieres escucharlas. Te mando un abrazo fuerte.